miércoles, 9 de setiembre de 2009

La élite impertinente

Es justo, si a mí se me muere - o me matan - a un ser querido, lo último que quisiera a mi alrededor es un periodista preguntándome "cómo lo recuerdo" y pidiéndome sus fotografías y videos más recientes. Por eso entiendo perfectamente cuando los familiares de los fallecidos se niegan a hacerlo.

Cuando esto sucede, el periodista respetuoso apaga su grabadora y se va, comprendiendo que es un momento de mucho dolor y está sobrando. Pero no somos respetuosos, somos impertinentes, y para nosotros no hay peor distancia que aquella que nos impida registrar una lágrima rodando por una mejilla, un grito de dolor, un desmayo.

Los periodistas somos impertinentes por naturaleza y pocas veces aceptamos un "no" por respuesta. Un "no" no nos intimida, sólo nos obliga a cambiar de estrategia. Modulamos la voz, nos ponemos del lado de la familia, nos mostramos tan indignados como ellos con el policía que dejó ir al asesino, con el chofer que ocasionó el atropello, con el hospital que cometió negligencia médica por una atención tardía. Y si esto no funciona, apelamos a la cámara oculta, un viejo truco para registrar una declaración sin que el incauto entrevistado tenga opción a reclamo.

Sin embargo, tanta impertinencia tiene precio, pues si bien salvamos el hoy, lo más probable es que hayamos condenado el mañana, y los familiares que antes nos pidieron amablemente mantenernos alejados, esta vez podrían echarnos a patadas. Ha sucedido incontables veces.

No es que nos guste ser impertinentes, estoy segura que la mayoría de periodistas preferirían no pasar horas esperando en la puerta de la casa de los deudos, tanto por el tiempo perdido como por el mal rato que ocasionamos. Pero es imposible. Supongo que el verdadero apostolado del periodismo está en sacrificar los principios, por una nota.